Emmaskarada
Algunos relatos- que no encontrarás aquí- están reunidos en el volumen "Te dejé en Lisboa", de la editorial Amarante. Si eres un aficionado crítico literario agradeceré que te lo bajes para darme unos azotes. Nada me gustaría más.
martes, marzo 12, 2013
Volver a Madrid III : La Ventilla
martes, enero 22, 2013
Volver a Madrid II : La loca de las palomas
Le extrañaba que se pudiera llegar tan fácilmente a la locura: Tan sólo parecía necesitarse la dosis justa de dolor, soledad y quizá, poseer una aguda sensibilidad. Lo de la sensibilidad era importante, meditó, o al menos eso había dicho el psiquiatra.
Se sentó en el sofá y abrió el álbum de fotos. Aunque había contemplado las fotografías innumerables veces aun le fascinaba descubrir que había sido una vez otra: Una niña con coletas, quizá no muy sonriente, pero desde luego alguien completamente ajeno a lo que ahora parecía cernirse sobre ella. Se detuvo frente a una foto y puso un dedo encima de su sonrisa desdentada, miró sus piernecillas apareciendo debajo de la falda del uniforme escolar. Detrás de ella estaba su abuela, con una mano tendida, ofreciéndole la merienda.
Después de unos minutos levantó los ojos y miró a su alrededor, desesperada. La casa estaba en silencio, sólo se oía el tic-tac del reloj en la cocina. No había más opciones que tomarse las pastillas que le habían recetado, tomárselas y esperar, dejar que fuera el tiempo el que decidiera. Pero tenía miedo, tenía tanto miedo ¿y si se quedaba así toda la vida?
domingo, noviembre 04, 2012
Volver a Madrid
miércoles, enero 27, 2010
Sus Labores
Dudo mucho que les espere en casa una turba de críos, como mucho tendrán a un marido postrado por la artritis o a algún nieto sobrealimentado. La única explicación que hallo es que, después de tantos años trabajando como burras de carga ya no sepan hacer otra cosa más que eso; trabajar como burras de carga. Seguro que cuando llegan a sus casas lo primero que hacen es remangarse y ponerse a preparar albóndigas, o a fregar el suelo de rodillas, o a lavar cortinas y remendarlas. Mientras lo hacen, oyen las voces fantasmales de sus hijos jugando por la casa, sus insistentes preguntas “¿Cuándo comemos mamá?” o “¡Mamá, Juan me ha dado una patada!” y sonríen recordando el tiempo en el que, una vez, fueron madres. Cuando vuelven a la realidad, se enjugan una lágrima que les deja en la mejilla un rastro de harina, o de amoníaco.
Pensar en todo esto no es nada divertido, lo sé, pero no puedo evitarlo, es como si se hubiera abierto de repente la espita del resentimiento. Camino con renovada energía y tomo la acera de la derecha que me llevará a la calle Sausau. La vida es una puta mierda para las ancianas de España, continúo, pero también para las cincuentonas como yo. Recuerdo que en mi carnet de identidad estaba escrito, junto a la palabra profesión, “sus labores”. “Sus labores”, como si fuéramos un jodido animal. Por culpa de aquella mierda de “sus labores” me dediqué veinte años a estar casada, lo que me ha llevado a mi actual situación: parada sin derecho a ninguna pensión porque no coticé durante el matrimonio y ningún juez pensó que no podría encontrar un trabajo después de divorciarme de Paco, como si se pudiera encontrar un trabajo tan fácilmente con cincuenta años. Y así estoy ahora, viviendo de la pensión de viudedad de mi madre- gracias papá por morirte - pero cuando mi madre desaparezca no sé qué es lo que voy a hacer.
Comienzo a sudar y entro por la calle Sausau, todos estos pensamientos han acabado con mis escrúpulos finales ante la idea de contribuir a enviar a la joven ejecutiva al paro. No se va a acabar la humanidad porque una niña de papá se vaya a quedar una temporada sin cobrar, me consuelo.
He llegado al portal y presiono el timbre donde pone “Detectives Lamar”.
-Alea jacta est.- digo.
-¿Cómo?
Se me olvidó que el jefe de los detectives carecía de sentido del humor.
-Soy Carmen Dimas, abra, traigo la información.
El jefe de los detectives me abre la puerta con el purito colgándole de la comisura de los labios, y me mira unos segundos con ojos adormilados. Después, se adentra por el pasillo hacia su caótico despacho.
- ¿Y bien?
Respiro hondo antes de contestar.
- No está embarazada.
Aquello no parece sorprenderle. Golpea el purito contra el borde de la mesa.
-Lo sabía, la muy perra hizo correr el rumor para que no le pasara nada…
Considero cuidadosamente la expresión “la muy perra”, no me parece muy profesional, la verdad.
El esta ahora rebuscando en un cajón con aspecto de cansada resignación. Finalmente me tiende un billete de cincuenta euros que yo acepto sin rechistar.
- ¿No me va a preguntar cómo he conseguido averiguarlo? ¿No quiere pruebas?
El jefe de los detectives suelta un bufido.
-No necesito pruebas, sé perfectamente que dice la verdad. Además, si quiere seguir con nosotros no le conviene mentir.
Y suelta una horrible carcajada que termina en golpe de tos.
-¿Puedo preguntarle algo?- pregunto, introduciendo el billete cuidadosamente doblado en el bolsillo trasero de mi pantalón.
- Adelante
- ¿Cuánta gente trabaja en la agencia de detectives Lamar?
El jefe de los detectives alza las cejas con sorpresa.
- Obviamente eso no es de su incumbencia,
De repente me doy cuenta de lo terrible que es todo y siento ganas de llorar. Pero supongo que he perdido la costumbre, porque no me sale ni una sola lágrima.
El detective chupa su purito mientras mira por la ventana, después se vuelve y lo blande frente a mí.
-Escuche Carmen Dimas, los dos estamos en la misma situación. Yo no me meto en su vida, y usted no se mete en la mía. Es verdad que esto no se parece a nuestros sueños de juventud. Yo quería ser detective y usted… bueno, no sé lo que quería ser usted. Siento tener que hablarle así, siento tener que pagarle sólo cincuenta euros, pero ha de saber que detrás de nosotros hay mucha gente empujando y si queremos sobrevivir no podemos dejarnos aplastar. Nada habrá tenido sentido si lo hacemos, y es eso lo que queremos ¿verdad? Que todo tenga un sentido ¿no es así?
Al jefe de los detectives se le han puesto los ojos brillantes, se pasa la mano varias veces por el escaso pelo que le cubre el cráneo con desesperación.
- ¡Hay que resistir!- gime.
Yo asiento, creo que tiene razón. No somos trastos viejos que se puedan esconder en un armario, tenemos un pasado, no estamos muertos. No somos como esos dos paraguas negros que descubro junto a la puerta, exangües en el suelo, como cuervos partidos por un rayo.
El jefe de los detectives me acompaña hasta el recibidor y me da la mano por primera vez desde que nos conocemos.
- Alegre esa cara mujer.
Yo me esfuerzo por sonreír.
-La llamaré.
Y entonces sé que es verdad, que me va a volver a llamar. Hacemos un equipo formidable.
Voy hacia el coche caminando Bravo Murillo abajo, mamá me espera en casa, me la imagino sentada en el sofá, mano sobre mano, mirando los geranios del balcón con una sonrisa en los labios, esperando a su hija para cenar.
Por fin, se me humedecen los ojos. Y lloro.
sábado, octubre 27, 2007
Mariana
Mariana había trabajado cuidando niños, repartiendo propaganda, vendiendo libros de crucigramas de puerta en puerta. Cuando trabajaba en eso de los crucigramas le encantaba que le abrieran la puerta de las casas mujeres desconocidas con niños en brazos, o rulos en la cabeza. Le gustaba fisgar la decoración del salón al fondo y husmear el olor de lo que se cocinaba. Si la señora era amable y la dejaba pasar Mariana podía ver mucho más cosas; la puerta de la cocina abierta y un canario en una jaula en el alféizar de la ventana, o un montón de imanes pegados en la nevera, o una chica de su edad en pijama mirándola pálida desde la puerta de su cuarto. Ese trabajo sí que le había gustado. Pero apenas ganaba para pagarse el bono transporte y de eso no se podía vivir toda la vida. De hecho, se preguntaba Mariana, ¿de qué trabajo se podría vivir toda la vida?
Desde ese día si Mariana le veía silbar con la escalera en el hombro y él la guiñaba un ojo se sentía feliz para todo el día, y servía las cañas soñadoramente y no prestaba más atención de la debida al tono grosero de Juan, el gerente, ni a los ojos tristes y mezquinos de los hombres que paraban en la gasolinera.
Por eso, ahora lo pensaba bien, lo que había hecho seguro que era de la aprobación del chico de mantenimiento, aunque ya no volvería a verle, pensó, y entonces él tendría que preguntar a Juan que qué había sido de esa chica morenita, la ecuatoriana, cómo se llamaba, Mariana, que ya no venía. Y Juan le contaría la historia, mal contada porque no tenia ni puta idea de lo que había pasado, la morenita me armó una con un moro la otra tarde, diría, tenía la barra hasta arriba y la puse a hacer pizzas y yo sirviendo cafés y ella ahí, como un pasmarote, la tuve que gritar que moviera el culo y luego no se que pasó que el moro la quería matar, no veas tío, menos mal que la guardia civil estaba en la barra y puso orden, no te creas que dijo adiós, cogió y se marchó dejándome plantado con todos los clientes. Ahora sí, que se volvería andando a Alcobendas porque a esa hora no había autobuses. No se cómo cojones llegaría a su casa, se fue andando por la nacional arriba, que se joda.
Así se lo contaría Juan pero bueno, quizás, se consoló Mariana, el chico de mantenimiento la entendería, pensaría en ella como una valiente que había escapado de una situación horrible: Un Domingo por la tarde de Agosto con el restaurante de la gasolinera lleno hasta los topes por culpa de un autobús repentino. Ella se había esforzado todo lo posible en poner cafés a toda velocidad y hacer bocadillos pero aun así Juan había decidido que era demasiado lenta y la había mandado a hacer las pizzas. Y ella no sabía hacer pizzas, pero a Juan eso no le había importado, que te pongas con las pizzas Mariana, venga. Lo peor no era el calor del horno y que se hubiera quemado los dedos con la plancha. Lo peor había sido ese moro que la había seguido hasta el mostrador mirándola con ojos medio cerrados, las manos largas señalándolo todo, hablaba español, tenía algo tan sucio en la mirada que Mariana había mirado a Juan pidiéndole ayuda. Pero Juan nada, al contrario, mueve el culo la había gritado, humillándola más delante del moro que se había reído, mira bonita quiero una porción con mucho queso, pero no me pongas cerdo eh que nosotros no podemos comer cerdo ya sabes, porque somos musulmanes y oye por qué tienes esa cara, no te estoy diciendo nada malo, date prisa, que vienen mis hermanos, tienes ojos muy bonitos y tetitas, ¿no me miras?, ¿estas casada? yo no te dejaría trabajar aquí si estuvieras así de buena, de verdad, que estas buena, muy buena ¿sabes? Mariana escuchaba y ponía los ingredientes de espaldas y ahora él decía algo de su culo y Mariana pensaba que el chico de mantenimiento le hubiera partido la cara al moro si hubiera estado allí pero ahora, qué es lo que podía hacer ella, no me pongas cerdo, eso no se te olvide, venga, mírame con una sonrisa, ahora ¿si? Mariana había visto el envoltorio de plástico con las lonchas de jamón y rápidamente había cogido un puñado de ellas enterrándolas bajo la mozzarela rayada, le latía el corazón deprisa pero ahora sí que había sonreído al meter la pizza en el horno, cuando Juan la llamaba para que mientras la pizza se hacia le ayudara en la barra, ella había seguido sonriendo limpiándose las manos en el delantal y los hermanos del moro habían venido del baño y la habían mirado de arriba a abajo murmurando con lascivia guapa y Juan lo había oído pero no había dicho nada, las gotas de sudor le caían por la nuca, el cuello rollizo y rojo, la había empujado, gruñendo, saca las tazas limpias del lavavajillas.
Pero como Mariana ya había decidido que se iba todo comenzaba a importarle nada, pensaba que sólo quería salir de allí cuanto antes y fumarse un cigarro y sentarse en un banco junto a la carretera para esperar al autobus sin pensar en nada.
Más tarde, cuando la pizza había sido cortada en porciones y era engullida por el moro y sus hermanos Mariana casi había olvidado las lonchas de jamón que había camuflado entre el queso pero se lo recordaron los gritos y el estruendo de la bandeja cayendo al suelo y el moro vomitando, metiéndose los dedos dentro de la garganta y Juan y su cara de pánico, los agujeros de la nariz dilatados y los ojos fijos en el grupo de árabes, me cago en su puta madre, dijo. Mariana retrocedió, el moro había vomitado la pizza y la buscaba con los ojos enrojecidos y le contaba a gritos en árabe a sus hermanos lo que había pasado, que la chica ésa y la señalaba, le había metido el cerdo adrede en la pizza, y ya iban todos hacia ella, vociferando, Juan cagandose en dios y la Guardia Civil que se acercaba despacio desde el final de la barra. Mariana se zafó de la mano de Juan que intentó agarrarla cuando echó a correr hacía los vestuarios. Se había quitado el delantal con manos temblorosas, desnudándose bajo la luz enfermiza del cuarto mal ventilado, pensando que no tenia cigarrillos, abriendo la taquilla de Paloma hasta encontrar un cigarro en el bolsillo de su delantal. Suficiente para salir pitando por la puerta de atrás, calzándose las sandalias, los cubos de basura apestando tras el calor del día, un gato de ojos fluorescentes mirándola. Corrió por el desmonte hasta llegar al borde de la autopista, se sujetó el pelo y bajó la cabeza pensando que andaría hasta el tren, sabía donde estaba, y una vez allí se fumaría el cigarro pero primero tenia que llegar a la estación, ésa era la meta y no se daría el placer de fumar hasta que no llegara y le ardían las plantas de los pies y los camiones cuando pasaban a su lado levantaban una nube de polvo y calor asfixiante pero lo importante era seguir adelante, no mirando a las caras de los conductores, no llorando, por qué iba a hacerlo, que se jodan, se dijo.
Mariana respiró hondo pensando en la cara del chico de mantenimiento, la cara que pondría al pensar en ella, porque por fuerza pensaría en ella, tenía que hacerlo. Entonces vio las luces del tren de cercanías acercándose, rojas y brillantes bajo la calina de la tarde, se levantó de un salto limpiándose las posaderas y buscó el bono transporte llena de alegría; el tren venía, no podía creerlo.